viernes, 4 de enero de 2013

REnacer


Me desperté en un cuerpo que no era mío. Había olvidado cómo utilizar el aparato locomotor y el manual de instrucciones había sido destruido. Por suerte, los pulmones trabajaban incesantes, ajenos a su reciente existencia; algo similar le ocurría al corazón, latía con normalidad, como late en cualquier cuerpo en reposo de aquella edad y en aquellas circunstancias, pero tenía serios toques, diminutos detalles, que lo hacían diferente al resto de corazones del mundo. No sabría decir por qué, lo relacionaba con algo mecánico.

De nuevo intenté dar vida a mis extremidades con escaso éxito. Los párpados, al ser los músculos más finos obedecieron mis órdenes con radiante cortesía. Entonces abrí los ojos. Comprobé que la vista era uno de los sentidos más útiles dadas las circunstancias. Yacía en una cama no tan desconocida como se podría pensar. Las sábanas que me rodeaban hacían la función de segunda piel en mi cuerpo, una piel fría y extremadamente lisa que enrollaba mis piernas y cubría mi vientre. A pesar de las arrugas, se deducía fácilmente que eran sábanas con escasa vida, recién nacidas quizás. Como yo.

Recordar lo anterior a mi despertar me resultaba difícil, y aquello era tremendamente frustrante. Los diminutos toques de mi corazón se aceleraban cuando forzaba a mi cerebro a trabajar. Corazón y mente estaban aliados; nadie puede competir contra ellos si fuerzan una alianza, la historia muestra los resultados de los intereses enfrentados.

Recorrí con mis nuevos ojos la sala que me había visto renacer. Era una amplia sala pintada básicamente en blanco y con ventanales modernistas que cubrían paredes enteras, muebles en blanco y negro formaban un contraste tan perfecto como impactante. Me resultaba difícil distinguir entre los paisajes que adornaban la habitación artificialmente y las deliciosas estampas que surgían de las ventanas, ambos parecían dibujar la realidad de manera demasiado perfecta para tratarse de ésta.

Puede que me encontrara a unos 100 pies de altura de la ciudad y a unos dos metros bajo el cielo. Lo notaba, se percibía el olor a nube y, por tanto, la altura lógica del edificio.

Hasta el momento, no había tenido la oportunidad de ejercitar el recipiente de sonidos. Entonces sucedió, sonidos secos llegaban a mis oídos rítmicamente. Yo no había conseguido averiguar cómo moverme así que era perfectamente lógico pensar que no era la causante de aquellos ruidos. Había alguien más allí.

Mi instinto me movió a entreabrir los labios. Falsa alarma, falso instinto. Tuve la certeza de que podía emitir sonidos con toda la  maquinaria bucal, sin embargo algo me contuvo. Quizá fueran aquellos inteligentes latidos de mi corazón descompasados.

¿Era correcto no sentir miedo? ¿Estaba bien no sentir más que una paz eterna? Promesas del paraíso eran la traducción de aquel sonido. Era una buena traducción, una traducción acertada. Lo comprobé en seguida.

Sus pies descalzos eran los autores del ruido. Apoyado en el umbral de la puerta paseó su mirada por la habitación. Nuestros ojos se encontraron y en mi corta existencia descubrí el nuevo concepto de atracción. Sentí una atracción por aquellos ojos y su portador indescriptible. Una atracción no solo física, no solo química; ascendía al grado de dependencia vital.

De algún modo conseguí transmitir mi confusión con mi mirada. Él la rechazo, no permitió que ese sentimiento se instaurara entre nosotros. Ya no quedaba nada más en mis ojos, solo pureza. Él se veía reflejado en ellos y yo en los suyos.

Una vez más, su mirada me examinó, me corrigió y me aprobó. Mis labios se curvaron  satisfechos por ese hecho y, por fin, comencé a moverme.